¿ Qué más da si te cuento que esto ocurrió durante la última semana de abril de mil novecientos ochenta y uno?
¿Qué más da si esto fue hace tanto tiempo?
En aquello tiempos y hasta unos cuantos años después, la “mili” era la “Espada de Damocles” que teníamos todos los jóvenes. Entre la pubertad y la madurez, pasábamos una época en la que se nos denominaban “Quintos” en su totalidad. Por lo que el estado te regalaba una estancia libre de todo gasto, durante un año, en algunos de los establecimientos que llamaban “cuarteles” Antes de estos, pasábamos por lo que se denominaban los C.I.R. que eran centros de instrucción de reclutas, donde después de mes y medio aproximadamente, y tras una “Jura de bandera” se nos otorgaba el estatus de “Soldado”.
Junto a otros tres compañeros, fui de forma voluntaria, esto es, veinte meses de mili pero ya teníamos el destino, tras la Jura, a una Compañía de Operaciones Especiales (C.O.E.) a la que nos habíamos presentado alrededor de cincuenta, siendo los cuatro los mejores en aptitudes físicas. De las otras, se nos suponían… Estábamos pletóricos, cargados de ilusión y adrenalina hormonal, con un entusiasmo fanfarrón pues ya nos sabíamos ingresados en uno de los mejores cuerpos de España, y aquello, era simplemente un paso previo.
Llevábamos el el CIR-12 del Ferral de Bernesga en Leon, algo más de una semana, empezando a codearse con los tres mil fulanos, más o menos que por allí pululábamos. Dentro de los edificios o compañías que tenían capacidad para algo más de doscientos, nos dividíamos en “camaretas” o espacios separados por taquillas y las camas del resto pero de forma contigua. Los cuatro éramos más jóvenes que el resto, al ser voluntas, siendo yo el mayor con mis recién cumplidos diecinueve años. Observé que en mi camareta, había un chaval algo gordito y que me parecía que debería tener los dieciocho pelados. Tenía todavía aquella cara de niño barbilampiño que se resistía a desaparecer, luchando contra el tiempo y la vida.
Allí, vestidos todos iguales, uniforme caqui y trinchas negras, con gorras a tono, de visera, que muchos lo primero que hacíamos era “caparlas”, esto es, a romper por la mitad, sobre el eje de la cara, el plástico que le daba forma, se formaba para todo. Al toque de “diana” todos arriba, camas hechas e impolutas y a la carrera, escalones abajo para formar en filas, y así, el cabo de cuartel, nos contaba y daba novedades a sus superiores. Después de eso, y sin romper la formación, todos, los doscientos, nos juntábamos con los de otras compañías, delante de los comedores para desayunar. Y así era para comer y para cenar. Por supuesto, lo mismo para subir a una explanada polvorienta a la que la llamaban “el Costerón” ( el cine que teníamos llevaba el mismo nombre) y realizar el “Orden cerrado” que no era más que desfilar, y desfilar, amén de movimientos con el arma, siempre a la orden dada.
En uno de los desayunos, me tocó con aquel chico, frente a mi, en aquellas mesas alargadas y con bancos corridos. Justo poco antes de acabar el desayuno, me animé a preguntarle cargado de complicidad alegre
- Tú también eres volunta ¿verdad?
Me respondió con un “Si” muy quedo, apenas perceptible, para acto seguido romper a llorar…
Sentí, de repente un gran vacío debajo de mis pies. En un instante tuve una mezcla de sensaciones que se agolpaban y se apelotonaban en mi cabeza, produciéndome un caos totalmente incomprensible.
No hablamos más, pues Justo después de eso, acabamos y los demás empezaron a salir. Por otro lado, sinceramente no hubiese podido decir nada, pues me quedé aturdidamente mudo.
Al salir, noté que caminaba más liviano, pues tuve la sensación de que en aquel momento, allí debajo de la mesa, se me había quedado gran parte del “ardor guerrero…”